1

La difusión de la moneda

A comienzos del siglo VI a. C. es posible que las actividades comerciales estuvieran reguladas de manera poco homogénea, y que se superpusieran los diversos sistemas de intercambio. Para las transacciones domésticas y de entidad limitada se recurría al trueque, ya en uso entre los pueblos prehistóricos, a la moneda natural a base de ganado o cereal y a la moneda utensilio, representada por óbolos, lebetos y tkpodes. Para el comercio internacional se utilizaban los metales preciosos, como el oro y la plata, forjados en anillos o en panes de peso determinado según sistemas metrológicos ya en uso en Palestina y Caldea.

La implantación de la moneda

Durante la primera mitad del siglo VII a. C., esas piezas desaparecieron para ceder su lugar a unas bolitas, mucho más manejables, que permitían una mayor facilidad de intercambio de las mercancías de importe limitado. Muy pronto este sistema fue aceptado y favorablemente acogido en todas partes. Para agilizar y racionalizar aún más los intercambios, las bolitas llevaban contraseñas consistentes en símbolos que certificaban el peso y la calidad del metal sin necesidad de verificarlos cada vez. Es objeto de debate si esta primera fase de la moneda nació por iniciativa privada o bien alcanzó pronto categoría oficial. Algunos especialistas (Breglia, Bernareggi) consideran que los primeros sellos fueron estampados por comerciantes y por santuarios (a menudo los templos desempeñaron funciones bancadas), y muy pronto el Estado se dio cuenta del valor e importancia de estas contraseñas para garantizar las monedas contra eventuales falsificadores (por entonces ya en plena actividad), reservándose el derecho exclusivo de grabar sobre el metal. Otros especialistas, como Kraay, afirman que estos sellos los estampó el Estado desde el primer momento, a fin de distinguir los metales que servían para el pago de mercenarios o funcionarios, asignando con ello a la moneda un origen no comercial. Otra hipótesis (Wili) atribuye un origen ético y moral a las monedas, cuya función era garantizar la igualdad entre los ciudadanos, Esta hipótesis se basa en una afirmación de Aristóteles. El gran filósofo del siglo IV a. C., consideró en la Política la moneda como un instrumento necesario para otorgar entidad real a los intercambios, cada vez más densos y articulados. Pero sobre todo en la Ética a Nicómaco adelantaba la hipótesis de que la moneda nacía de una necesidad de igualdad y justicia social, y sostenía con ello una génesis etico política del dinero (a este respecto, no debe olvidarse que el término latino nummus deriva del griego nomisma, que a su vez procede de la palabra nomos, ley. Las diversas interpretaciones, todas ellas interesantes y dignas de atención, convergen en la unánime afirmación de que a mediados del siglo VII a. C. aparece la primera moneda estatal. De las hipótesis enumeradas, la primera parece la más verosímil, pues la abona un hallazgo efectuado en el Artemision de Éfeso: una vasija de loza contenía bolitas que. pueden fecharse a mediados del siglo VII a. C. y que presentan sencillas estrías y contramarcas de validación de los probables y diversos poseedores. Junto con las bolitas se encontraron otras con la contraseña de símbolos del Estado que las vinculan a emisiones oficiales de Éfeso, Focea y Lidia. Parece bastante evidente que el Estado, habiéndose percatado de la importancia del símbolo, hizo suya esta forma de garantía, desarrollando y distinguiendo el grabado oficial con figuras de gran merito y belleza. El hecho de que durante cierto periodo coexistieran las emisiones privada y estatal atestigua que el paso de una a otra forma fue muy rapido. Muy pronto, en efecto, la moneda estatal invadio el mercado y gozo de las preferencias de todas las plazas. Los motivos son multiples. Ante todo, el Estado iba cobrando cada vez mas importancia e inspiraba creciente confianza, sobre todo en relacion con las entidades privadas y con los bancos, poco conocidos y acreditados. Ademas, la emision oficial no solo era util al ciudadano particular, que veia asi garantizado su dinero, sino tambien al Estado que mediante los derechos de acuñación incrementaba sus ingresos. !> Como ya hemos anticipado, las primeras monedas tuvieron su origen en Asia Menor: al principio eran de electrón (mediados del siglo VII a. C.), y luego, en el reinado de Creso (años 561-546 a. C.), de oro. Pero según la tradición y de acuerdo con algunas pruebas, la primera ciudad griega que acuñó moneda fue Egina, La leyenda narra que un personaje mítico, Fidón rey de Argos, introdujo en la isla de Egina (en el golfo Sarónico, entre el Peloponeso y el Ática) el nuevo sistema de intercambio, implantando como moneda las varillas para asar de hierro o bronce. La moneda de Egina representaba en el anverso la figura de una tortuga, de la cual fue durante siglos su símbolo. Esta isla era un rico centro comercial y controlaba la producción de oro y plata de la isla de Sifnos. Sus tortugas fueron reconocidas y preferidas en los intercambios comerciales del mar Egeo (y fuera de él) desde los siglos VII y VI a. C.

Moneda y progreso social

El mundo griego y todas las regiones de su esfera de influencia adoptaron muy pronto la moneda, gracias a una serie de circunstancias propicias. Ya en el siglo VIII a. C., la civilización helénica atravesaba un período de gran transformación, sobre todo desde el punto de vista económico. La agricultura y la ganadería ya no eran el único medio de sustento: artesanía, astilleros y comercio marítimo acrecentaban y diversificaban las actividades. En este proceso evolutivo tuvieron un gran papel las colonias fundadas en el Asia Menor y la Italia meridional, que aportaron nuevos mercados a la industria de la metrópoli e intensificaron la importancia de metales, cereales y esclavos. Estas condiciones reforzaron la posición de las diversas categorías de artesanos, mercaderes y empresarios, y debilitaron en gran medida a los pequeños propietarios de tierras. La conflictividad entre ambas categorías sociales desembocó en cambios políticos revolucionarios: la nobleza terrateniente ya no fue aceptada como única e indiscutible clase superior, y los nuevos ricos reclamaron sus derechos. Las consecuencias más evidentes de estas transformaciones fueron la promulgación de leyes escritas y la posibilidad de acceder a cargos políticos no sólo por derecho de nacimiento, sino gracias a unos determinados ingresos. La introducción y el uso del dinero impulsaron grandes novedades incluso en el ámbito cultural: en efecto, los intercambios comerciales favorecieron los contactos culturales y, con ellos, el cambio social. Si a comienzos del siglo VI a. C. todas las ciudades griegas de cierta importancia comercial tenían su moneda, otras grandes civilizaciones se hallaban aún lejos de haberla adoptado. Los cartagineses, por ejemplo, prefirieron durante mucho tiempo atenerse al trueque en sus relaciones mercantiles, y los grandes imperios centralizados (Persia, Egipto, la India) contemplaban con cierta desconfianza el intercambio regulado mediante la moneda. ¿Por qué? Hasta la adopción de la moneda, la riqueza consistía en la posesión de tierras, fácilmente controlables y, sobre todo, valorabas y confiscables por el Estado. La moneda hacía al hombre libre, independiente del poder estatal, y por este motivo la autoridad se resistía a aceptar su introducción. Las poleas griegas, con su peculiar estructura de ciudades Estado autónomas y soberanas, privilegiaban al conjunto de sus ciudadanos, y por tanto no opusieron obstáculos a cuanto pudiera promover el progreso social. Abiertas a los intercambios comerciales, e incluso promotores de los mismos, fueron la cuna ideal de la moneda y el medio en que ésta proliferó de manera natural.

El derecho de acuñación

El derecho de acuñación se basa en la diferencia entre el valor intrínseco de la moneda (el precio correspondiente a la cantidad de metal) y su valor nominal (la cotización a la que se hace circular y se cambia la moneda). Con esta ganancia, el Estado paga los gastos ocasionados por la acuñación y, además, crea nuevas fuentes de beneficios, siempre bien recibidos. Precisamente para incrementar estos ingresos, todas las ciudades de Grecia, en competencia unas con otras, lanzaban al mercado monedas que mantenían una elevada ley metálica, o sea, que conservaban todo lo posible el metal precioso en un alto grado de pureza, sin desnaturalizarlo mediante aleaciones con metales menos nobles. En esta especie de competición entraban en juego cuestiones de naturaleza no estrictamente económica, pues la ciudad que presentaba monedas más apetecibles aumentaba su prestigio.




Los bancos privados de la época moderna

El desarrollo del mundo financiero en la época moderna, que giraba en torno a Fiandes, Florencia, Toledo y Venecia, dio origen al nacimiento en Italia, a mediados del siglo Xiii, de la banca comercial privada. Sus funciones eran facilitar los cambios de moneda, proporcionar medios económicos para las expediciones a Oriente y África de portugueses, castellanos, aragoneses y venecianos, y atender a la costosa financiación de campañas bélicas o al transporte de dinero dentro de la peligrosa y agitada Europa. Se hizo necesaria, pues, una organización financiera a semejanza de la utilizada por la orden del Temple, que ya desde el siglo anterior mantenía unida comercial y económicamente, desde Tierra Santa, toda la cristiandad.

Los primeros banqueros

A los templarios se les atribuye la primera banca moderna organizada a nivel internacional, y la creación de la letra de cambio. Sus depósitos fueron tan cuantiosos y sus préstamos tan importantes a soberanos y pontífices, que provocaron su propia desaparición. Las presiones que por su situación económica ejerció Felipe el Hermoso de Francia sobre el pontífice Clemente V, hizo que éste hostigara a la orden hasta abolirla en 1312. Ejecutado el gran maestre en 1314, los bienes que poseían los templarios revirtieron a los Estados o fueron transferidos a otras órdenes, quedando en el olvido la que fue la mejor organización comercial y económica durante casi dos siglos. La creación en Italia de la banca comercial facilitó la realización de pagos a distancia, la obtención de beneficios con los depósitos, y la posibilidad de acceder a créditos y préstamos. Destacaron banqueros como los Bardi, que en 1336 llegaron a tener no menos de dieciséis filiales. Habían iniciado sus actividades en Florencia a mediados del siglo Xil. El máximo desarrollo se alcanzó a comienzos de siglo XIV, cuando en aquella ciudad operaban ochenta competidores, entre ellos los Peruzzi, Acciaiuoii, Aibizzi, Buondelmonti, Cerchi, Capponi y Frescobaldi. Italia, pionera de la banca privada, puso en manos de ésta la recaudación de diezmos y tributos. También los banqueros atendieron a la financiación de pontífices y soberanos durante dos siglos, enriqueciéndose y quebrando según las vicisitudes de la historia. Las grandes fortunas amasadas en este período, la mayoría inestables y quebradizas, influyeron en todos los campos del poder, las artes y las ciencias. Los Medici, que fundaron su banco junto con algunos miembros de la familia Bardi en 1397, cambiaron las estructuras y modificaron el sistema tradicional asemejándolo más a la banca actual. Su poder y riqueza hizo que intervinieran en las decisiones políticas durante más de un siglo en t oda Italia. Acabaron en bancarrota y regresaron a Florencia en el siglo XVI como gobernantes de un Estado, el gran ducado de Toscana, que conservaron hasta 1737, cuando murió el duque Gian Gastone, último vástago de la estirpe.

La banca privada en Europa

A comienzos del siglo XVI, el centro financiero de Europa se desplazó lentamente hacia Augsburgo, una pequeña ciudad de Baviera, gracias a una familia, los Fugger (Fúcar), que debía imprimir una profunda huella en la historia económica del continente. Fabricantes textiles y comerciantes, en 1459 crearon una serie de bancos y formaron una organización financiera de dimensiones e importancia extraordinaria. Su gestión en los negocios y empresas se ajustaba a criterios muy modernos: sus principios fundamentales eran la indivisibilidad del patrimonio y la contabilidad ordenada. Su organización, en materia de comunicaciones y de prestaciones sociales a sus colaboradores, sería digna de nuestro tiempo. La decadencia de los Medici aumentó su protagonismo, y se convirtieron en los agentes financieros pontificios y en soporte económico de los soberanos de la época: financiaron a Carlos I de España y a Francisco I de Francia, e intervinieron directamente en la política de su tiempo. Pero también los Fugger acabaron declinando, como consecuencia de su vinculación a la casa reinante en España. En efecto, las crisis financieras de la Corona española, la primera en 1557-1559 y la segunda en 1607, precipitaron su caída. Otros banqueros alemanes, como los Welser, financiaron a los monarcas europeos, a medida que los banqueros italianos perdían su protagonismo y el centro financiero internacional se desplazaba a Amsterdam, que mantuvo el predominio durante dos siglos. Eran plazas con gran movimiento financiero París, Londres y Burgos, sin desdeñar Aviñón, ciudad residencial de los papas de 1309 a 1376 y que, desde que fue vendida a Clemente Vi en 1348 por Juan I de Nápoles, se convirtió en un gran centro comercial y financiero, sede de numerosos banqueros.

La banca privada en España

La aparición de un nuevo tipo de actividades como consecuencia de la revolución comercial de los siglos XI-Xiii, dio origen a la banca moderna, basada en la banca medieval. Estaba en manos de aurífices, cambistas o mercaderes, cuya misión no pasaba de custodiar, certificar la ley del metal y su valor, y efectuar pagos a distancia. La variedad de monedas, el conocimiento de su paridad y la manipulación de las mismas, hicieron que los comerciantes confiaran sus operaciones a través de los bancos a cambio de certificados de depósito. La evolución del banco monetario hacia un banco del crédito no se hizo esperar. Italia primero y la Corona de Aragón después, marcaron la pauta de lo que conocemos como banca moderna. Los cambiadores que evolucionaron a banqueros podían ser públicos o privados. Estos últimos se llamaban cambiadores de menudo y carecían de licencia. No así los públicos, a los que ya Sancho Ramírez (1063-1094) se la concedió. Los cambiadores públicos y privados se extendieron por la Corona de Castilla a lo largo del Camino de Santiago, y en la Corona de Aragón se localizaron en Zaragoza y Jaca en el interior, y en Barcelona, Valencia y Palma de Mallorca en el litoral, y en ambos reinos proliferaron en aglomeraciones urbanas, fortalezas y templos. Entre 1340 y 1350, desaparecieron en Castilla los cambios privados. Ante la penuria que Alfonso Xi experimentó para afrontar sus campañas bélicas, incautó los cambios públicos, lo que creó desconfianza en los depositarios, que guardaron sus caudales en casa o los depositaron en los monasterios. En 1351, Pedro I trató de recuperar la confianza de los cambios sin conseguirlo. Ante la falta de numerario (depósitos) se limitaron los cambios públicos, y se pusieron bajo administración y responsabilidad comunal. Este fenómeno se dio en todos los reinos de España. La peste negra (1348) hundió los reinos peninsulares, provocando un caos económico que solamente consiguió superar Castilla, que basaba su economía en el ganado, la lana y el oro que obtenía en Granada. Esta situación se prolongó hasta mediados del siglo XV. Aragón continuó su decadencia comercial y financiera, y desapareció la mayoría de los cambistas privados, alguno de los cuales se declaró fallido, con importantes pasivos. Los banqueros catalanes, más avanzados en la intermediación por las influencias italianas, se vieron afectados por las penurias que estaban sufriendo los reinos de España; así, entre 1381 y 1383 se arruinaron los más conocidos banqueros de la época: Dolivella, Pascual y Esquerit, y Pere Dez Cases en Barcelona, y Medir en Gerona. Sólo Gualbes, de Barcelona, consiguió afrontar la crisis.

Las ‘taules de Canvi’

Toda esta coyuntura indujo al Consejo de Ciento a instaurar el 25 de enero de 1401 la “Taula de Canvi”. Sucesivamente se implantó esta institución en Valencia (1407), Zaragoza (Tabla de los Comunes Depósitos), Palma de Mallorca y Gerona. Esta última ciudad consiguió el privilegio en 1443 pero no consta que funcionara hasta 1568. Le siguieron Vic y Perpiñán. Estabilizada la situación económica, apareció en escena el italiano Francesco di Marco Datini, un mercader de Prato que creó su propio banco para financiar sus numerosos negocios. Su originaria tienda de Aviñán pasó a convertirse en una multinacional de la época, con establecimientos en Fiandes, Francia, Italia y España. En esta última abrió sucursales en Barcelona, Valencia y Mallorca, y obtuvo pingües beneficios en su gestión entre 1396 y 1399. Su sistema contable escrupuloso y su gran archivo, conservado en el Palacio Datini de Prato, que contiene más de 125. 000 cartas recibidas de 257 localidades, de las cuales 22. 451 son españolas, permiten, basándose en sus detallados apuntes contables, establecer el estado económico de las tres ciudades españolas y su evolución durante esta época. Si los resultados fueron buenos en el primer período, entre 1399 y 1403, los beneficios disminuyeron de diferente forma en cada una de las ciudades, pero eso no menguó el patrimonio de Datini, que al morir ascendía a 72. 000 florines y que legó a la ciudad de Prato en 1401. La coyuntura económica de Cataluña hizo que La Generalitat fuera restringiendo el número de cambiadores privados y sus actividades, supeditándolas a la “Taula de Canvi” que dependía de la municipalidad. Anuló las actividades de aquéllos en 1446 para restablecerlas en 1452 y anularlas definitivamente en 1455, lo que provocó la ruina de banqueros como Jaume de Cassagia en 1446, e invitó al desfalco en 1446 a Berenguer Vendrell. Coyunturas similares se dieron en las “Taules” de Valencia y Mallorca. Mientras, en Castilla, Juan II promulgó una pragmática que revalidó Enrique IV, y que autorizaba a constituir cuantos cambios se solicitaran, privados o públicos, estos últimos sometidos a los trámites de fianzas que exigieran los ayuntamientos. En este ambiente, entre 1450 a 1550 proliferaron bancos como los de Castilla y Andalucía, Burgos, Aranda de Duero, Valladolid, Madrid, Toledo, Sevilla, Córdoba y Baeza, por citar sólo unos pocos.

Influencia de la banca extranjera

La banca castellana recibió un nuevo impulso con la llegada de los metales preciosos de las Indias. El capitalismo internacional se vio atraído por las riquezas que transportaban las flotas a Sevilla, y aparecieron los banqueros cosmopolitas: genoveses, alemanes y flamencos, que menguaron la efectividad de nuestros cambistas, dominando la situación económica durante los reinados de los Reyes Católicos (1474-1517), Carlos V (1517-1556) y Felipe II (1556-1598). Esta clase privilegiada de banqueros, entre los que apenas había algún español, dominó la situación, controlando los pagos a los países con los que la deuda era mayor, y dominando casi todas las operaciones financieras. Finalmente, la Corona hubo de prohibir los pagos al exterior en metales preciosos sin su consentimiento. Ante este desconcierto, nació un proyecto en tiempos de Carlos V, que, elaborado por expertos en el reinado de Felipe li, trató de convertir la Casa de Contratación de Sevilla en banco comercial y caja de deuda pública. El intento fracasó, y se mantuvo la supremacía de los banqueros cosmopolitas, que relegaron a un segundo plano a nuestros banqueros públicos y privados. Si estos últimos destacaban, eran promovidos a públicos por el municipio, pero ahí terminaba su función. Los envíos de plata y oro, que se habían restringido, se reanudaron a raíz de la rebelión de los flamencos. Esta nueva situación acrecentó el comercio y provocó una escalada de precios de los productos exportables. Los banqueros ya no operaban sólo con numerarios allende de las fronteras, sino que comerciaban con todo tipo de bienes, principalmente los genoveses, pero se vieron frenados en su intento dominador por una disposición datada en Zamora el 6 de junio de 1554 en la que se les prohibía efectuar operaciones de compraventa. Tuvieron, pues, que limitar su actividad a mover numerario. El dominio de los genoveses se acrecentó de tal forma, que Felipe 11, por el decreto de 1. 0 de noviembre de 1575, trató de eliminarlos, dando primacía a los banqueros asentistas castellanos, lo que no se logró por este medio, sino marginando su actuación. Los altibajos de la banca privada y pública hasta la creación del Banco Nacional de San Carlos en 1782, estuvieron sujetos a las influencias extranjeras, y aunque la banca privada siempre estuvo representada en las principales ciudades de España, nunca adquirió carácter expansionista salvo contadas excepciones. En efecto, limitó su actuación a su ciudad de origen y careció de poder económico suficiente para competir con la gran banca extranjera, lo que ocasionó numerosos fallidos en todo el territorio nacional. Burgos, Sevilla y Toledo tuvieron momentos de esplendor durante el siglo xvi, por la cantidad de bancos y el movimiento que generaban, consecuencia de las ferias, del oro de las colonias o de la corte, respectivamente, pero todo fue fugaz y pasajero como consecuencia de la depresión que sufría el país. Cataluña, que registraba una relativa animación en el mismo período, para apoyar la operatividad de las “Taules de Canvi” creó como filial de la institución el Banco de la Ciudad de Barcelona (1606), que prestó buenos servicios hasta la depresión de 1635, que obligó a cerrar de nuevo los bancos privados. La sublevación de 1640 y la consiguiente guerra hicieron que “Taula de Canvi” y Banco de la Ciudad de Barcelona se apoyaran mutuamente, hasta el extremo de tener que conjuntar en 1655 la contabilidad de ambos para subsistir. Paralelamente, la “Taula de Canvi” de Valencia que había sido reforzada en 1649, consiguió mantenerse hasta 1719. La Tabla de los Comunes Depósitos de Zaragoza, afincada en la lonja, edificada entre 1541 y 1551, no fue incompatible con los bancos privados, pero la situación de una y otros eran tan precaria, que los necesitados de préstamos tenían que acudir a los usureros. Por eso, en las Cortes de Barbastro de 1626 se prohibió el cobro de intereses fuera de los bancos autorizados. Durante el siglo Xvil, destacaron organizaciones como los cinco Gremios Mayores de Madrid, que ejercían de banqueros y comerciantes respaldados por sus propios agremiados. Su poder fue grande y operaron en la península y en las colonias, desestabilizando los proyectos económicos del Estado. La situación movió al marqués de la Ensenada a encargar al marqués del Puerto un estudio para la creación de un banco estatal. El modelo elegido fue el Banco de Inglaterra, y de este modo nació el Real Giro, con central en Madrid y sucursales en Barcelona, Bilbao, Cádiz y Málaga, y con enlaces en Amsterdam, Lisboa, Nápoles, París y Roma. Funcionó bien hasta la muerte del marqués de la Ensenada (1754), pero no dejó de ser un proyecto de banco estatal.




Origenes de la moneda

Aunque son numerosos los estudios e hipótesis acerca de quién haya inventado la moneda, nadie ha acertado todavía a dar una respuesta definitiva. Naturalmente, la primacía de un sistema de intercambio tan difundido, que ha promovido contactos, relaciones comerciales y circulación de ideas entre los pueblos, es objeto de debates y se presta a la creación de leyendas y mitos. Muchos hacen remontar las primeras monedas de oro a Creso, rey de Lidia en el siglo VI a. C. La riqueza de Creso se ha hecho legendaria, y la leyenda, como ocurre a menudo, contiene un fondo de verdad: Lidia, una región de la actual Turquía asiática, se encuentra en una posición privilegiada porque actúa como bisagra entre Oriente y Occidente. Además, es muy rica en minas de oro, como recuerda Herodoto, gran historiador del siglo V a. C.: En cuanto a maravillas dignas de ser recordadas, Lidia no posee muchas en comparación con otros países, excepto las briznas de oro que provienen del Tmoio (montañas de Anatolia). Otro aspecto importante en apoyo de esta tesis es que Lidia tiene poco terreno cultivable: sus habitantes se dedicaron muy pronto al comercio, primero en forma de trueque, y luego según las diversas modalidades de intercambio que, como veremos, constituyen la génesis de la moneda. Otros sostienen que la cuna de la moneda se halla en las costas de Asia Menor, donde florecieron las primeras colonias griegas, tan importantes en la mediación entre las culturas helénica y oriental, También estas colonias, por lo demás fronterizas con Lidia, desarrollaban intensos tráficos comerciales. Más allá de disquisiciones académicas sobre la zona exacta de nacimiento de la moneda, queda de manifiesto, en cualquier caso, que la región de Asia Menor fue el ámbito más idóneo para la creación y desarrollo de una forma de intercambio práctica y ligera, capaz de promover relaciones tanto comerciales como culturales de los pueblos asomados al Mediterráneo. Los conocimientos actuales se basan en los hallazgos de monedas de electrón (una aleación natural de oro y plata) principalmente en Éfeso, en la costa de Asia Menor. Hoy se piensa que las primeras emisiones se efectuaron en Oriente (siglo VII a. C.). Desde allí, el uso de la moneda se difundió a Grecia.

Sistemas de intercambio antes de la aparición de la moneda

Si la moneda no aparece hasta mediados del siglo VII a. C., ¿cómo se realizaban los intercambios con anterioridad? Podemos sintetizar las diversas fases en tres puntos: 1) trueque; 2) moneda natural, y 3) instrumento de metal. La moneda es una invención relativamente reciente que ha simplificado muchísimo la vida de los pueblos, pero no debemos pensar, habituados como estamos a su uso insustituible, que la civilización no existía antes de que fuera introducido este instrumento. ¿Cómo es posible llevar a cabo una transacción comercial sin disponer de un bien que midiera el valor de otro bien? De nuevo es Herodoto quien nos explica las modalidades del trueque: los poseedores de una determinada mercancía desembarcaban en un puerto, descargaban sus bienes y luego se retiraban para demostrar que iban en son de paz. Los naturales del lugar aparecían y mostraban aquello de lo que disponían y que deseaban intercambiar, retirándose a su vez. Los primeros mercaderes desembarcaban de nuevo y consideraban la oferta: si les parecía adecuada, aceptaban el cambio; en caso contrario, retiraban parte de sus bienes, haciendo de este modo una oferta en su opinión más equitativa. Este tipo de intercambio podía aplicarse sólo al tráfico internacional y lo practicaban pueblos habituados a viajar, como fenicios, griegos y cartagineses. Pero esta clase de relaciones no agilizaba ni incentivaba el comercio privado. Puesto que las estructuras sociales eran de subsistencia y no existía especialización en el trabajo, los pequeños grupos podían vivir con cierta autosuficiencia; pero cuando los hombres organizaron sus propias funciones y se dedicaron a una sola actividad, el problema del intercambio se dejó sentir como algo grave y decisivo: el metalúrgico poseía muchas herramientas, pero necesitaba los vestidos del tejedor y la harina del molinero, los cuales a su vez, para vivir y trabajar, debían procurarse las mercancías de los demás artesanos.

La moneda natural

La división del trabajo, el nacimiento de las economías agrarias y el progresivo sedentarismo de los pueblos hicieron cada vez más urgente la necesidad de un sistema de comercio válido y sencillo. Así, pues, se buscó un medio aceptado por todos, a fin de dividir el intercambio en dos tiempos y poder aligerar el tráfico. Se trataba de escoger un producto de valor convenido, obteniendo de este modo una especie de escala comparativa. Esta mercancía-muestra, llamada moneda natural, podía ser extraordinariamente variada, pero debía cumplir dos requisitos, necesarios para desarrollar su función de bien intermedio: unir utilidad y conveniencia, y ser abundante pero al mismo tiempo preciada. La moneda natural seguía en uso en tiempos recientes: hasta el siglo XIX, en Islandia el costo de toda mercancía se establecía en pescado seco, y en Alaska, en pieles de castor. Entre los pueblos primitivos, aún en nuestros días hallamos monedas tan diversas como extrañas: esteras trenzadas en las Nuevas Hébridas, semillas de cacao en México, arroz en la India y el caurí o concha de molusco (es muy conocida la Cypraea moneta), de amplia difusión en todo el mundo. Los pueblos de la antigüedad prefirieron el ganado, que presentaba la indudable ventaja de gozar de aprecio y, al mismo tiempo, de ser abundante, además de muy útil. !>

El descubrimiento de los metales

Hacia el III milenio a. C., asistimos a la utilización del metal como forma de intercambio. El uso industrial de este material para la fabricación de herramientas hizo evidentes sus múltiples cualidades y la indudable ventaja que derivaría de su empleo como mercancía-tipo. Los metales son inalterables, se pueden fraccionar manteniendo las mismas características sustanciales, se pueden acumular sin que se deterioren, se transportan de manera sencilla y no requieren mantenimiento, Además, son fácilmente reconocibles por todos y es posible verificar su peso sin demasiadas dificultades. Por todos estos motivos, el uso del metal no tardó en hacerse muy común en los intercambios. La forma más arcaica es la de anillo, como atestiguan pinturas murales de una tumba egipcia de la época de Tutmosis III (Tebas, 1484-1450 a. C.) y hallazgos en la región del Cáucaso. También en el II milenio a. C., los hebreos usaron como unidades de peso el kikkar, o sea anillo, círculo. Luego (segunda mitad del II milenio a. C.) aparecieron los lingotes de cobre egeo cretenses, bloques pesados de forma rectangular (pesaban entre 10 y 36 kg y tenían un espesor de unos 6 cm). Estos lingotes, que circularon aproximadamente hasta el siglo X a. C., se han encontrado en Chipre, en Eubea, en Creta y en Cerdeña (donde los fenicios hacían escala), y de ello podemos deducir que fueron adoptados sobre todo para los intercambios marítimos, Durante las excavaciones efectuadas por Schiiemann en lssariik (una colina de Turquía noroccidental donde se hallan los restos de la antigua Troya), aparecieron barras de plata con la marca del Estado grabada a punzón, o la efigie de una divinidad: estos sellos servían para atestiguar la pureza del metal (pero todavía no el peso; por tanto no podemos considerarlos propiamente monedas). Otro excepcional hallazgo fue el realizado por el inglés Evans, quien, entre las ruinas del palacio de Cnossos, dio con unas bolitas de plata y oro pertenecientes al período minoico tardío (1600-1400 a. C.). Estas gotas, eran muy semejantes a las futuras monedas jónicas asiáticas, pero carecían del sello de la autoridad gubernamental.

La fase del metal-utensilio

En el siglo IX a. C. hizo su aparición un nuevo sistema de intercambio, regulado por el llamado metal-utensilio. Se trataba de herramientas propiamente dichas usadas como dinero, o bien de objetos que recordaban, por su forma, el antiguo utensilio pero que en realidad habían adquirido un nuevo valor. Estas , monedas tenían forma de hacha o doble hacha principalmente en Europa central, mientras que en el área mediterránea encontramos monedas utensilio en forma de varillas para asar de uso doméstico y religioso, llamados óbolos óbolo es nombre de una moneda griega en época clásica). Otro utensilio empleado como mercancía-tipo para los intercambios era el lebete, un caldero usado para la preparación de las comidas, pero también para los sacrificios religiosos. Homero lo cita a menudo y se recuerda también en una antigua inscripción hallada en Beocia, inmediatamente posterior a la paz de Antálcidas (año 386 a. C.), que se refiere a dracmas constituidas por seis varillas de bronce para asar. La dracma era el nombre de la moneda corriente en la cuenca mediterránea. Como se ve, cada vez nos aproximamos más, incluso en la terminología, a lo que será el nacimiento de la moneda propiamente dicha.

Entre religión y tecnología

Más adelante nos referiremos a la circulación de lingotes de cobre egeo cretenses de forma rectangular. En realidad, su aspecto experimentó diversas y aún extrañas transformaciones. Al comienzo eran casi perfectamente rectangulares, pero con el tiempo adquirieron una forma irregular que presenta prolongaciones en los cuatro ángulos. Esta rara evolución se ha explicado de muchas maneras, y todas las interpretaciones resultan de interés, pues están vinculadas a la sociedad y la cultura de la época. Algunos han querido ver en esa extraña forma dos hachas juntas, que se relacionarían con el culto de la doble hacha, de origen oriental. Dado lo estrecho de la relación entre la divinidad y los dones ofrecidos para asegurarse el favor de los dioses, muchos especialistas perciben un nexo entre la moneda y el ámbito religioso. Ofrecer al numen un don equivalía a pagar cierto precio que cuanto más valioso fuera, tanto más podía aplacar al dios y atraer su amistad. Estos conceptos de pago y adquisición revelan un significado original muy distinto al del ámbito económico en el cual solemos considerarlos. Otros especialistas han querido reconocer en la extraña forma de estos lingotes la estilización de la piel de buey, lo que remite evidentemente al período en que el ganado se utilizaba como moneda natural. También se atribuye esta prolongación de los ángulos a un simple, notable e interesante avance tecnológico: seguramente resultaba más rápido y práctico colar el metal fundido en lingotes juntos, y luego dividirlos cortándolos por los ángulos.




El nacimiento de una nueva profesión: banquero

La actividad bancaria propiamente dicha, basada en el comercio del dinero, nació con la moneda, y eso sucedió en la región griega de Lidia en año 700 a. C. La difusión de la moneda convulsionó la economía, basada todavía en el intercambio de productos alimentarlos y otros bienes. Y no sólo eso ya que la riqueza se calculaba ahora por la posesión de monedas, y constituía un signo de autoridad y autonomía de las pequeñas ciudades Estado griegas (las poleis), que garantizaban su valor acuñando sus símbolos y escudos respectivos. En unos cuatro siglos de historia, en Grecia acuñaron moneda más de 1100 ciudades. Los sistemas monetarios y los propios nombres de las monedas cambiaban con frecuencia, por lo que se hizo indispensable la figura del cambista, el primer banquero propiamente dicho. Los cambios atraían los depósitos, y su uso dio origen a la actividad principal de la banca, que consistía en el préstamo con interés. Cuando los cambistas prestaban dinero, al igual que sucede hoy, exigían garantías (casas, objetos preciosos o esclavos). Pero a menudo confiaban en la honradez y honorabilidad del cliente. Los préstamos con la tasa de interés más elevada eran los llamados de cambio marítimo. Consistían en adelantar cierta suma a los comerciantes que debían efectuar largos y peligrosos viajes por mar: si conseguían regresar a la patria, devolvían el dinero más un alto interés; si, por el contrario, caían víctimas de los piratas o de las tempestades, la banca perdía la suma.

De las tiendas a las sociedades

En Roma, la banca pasó con el tiempo de simple tienda, regentada al principio por cambistas griegos, a una auténtica sociedad por acciones. Ya en el año 330 a. C., los primeros banqueros de Roma, llamados argentarii, tenían establecidas siete tiendas en el Foro. Los argentarii eran secundados en su tarea por los nummularii, expertos cuya tarea consistía en determinar la validez de las monedas objeto de cambio o del metal para acuñar. Con la expansión de las conquistas a toda la Península itálica, en Roma cobró gran importancia la clase de los equites o caballeros, que al no poder desempeñar cargos políticos, reservados a los senadores, se dedicaban al comercio. Al orden de los caballeros pertenecían los publicanos y los negociantes. Los publicanos, muy poderosos, tenían encomendada la recaudación de impuestos, y además especulaban, suministrando notables sumas a elevado interés para llevar a cabo las grandes obras públicas que han llegado a nosotros: calzadas, acueductos, minas y teatros. Se trataba de iniciativas ambiciosas en todos los órdenes, y de ahí que nacieran sociedades cuyos responsables eran los llamados socii in infinitum: si los negocios se malograban, respondían con su patrimonio personal. Las sociedades estaban sostenidas por los accionistas, llamados partícipes, que sólo arriesgaban la suma que habían invertido, esto es, la acción. Las acciones o partes eran, como hoy, de diverso tipo según la entidad: había partes, particulae y partes ma_qnae. A los publicanos les auxiliaban administradores cobradores y correos. Los negociantes se ocupaban del comercio al por menor, participaban en las principales ferias y mercados, y a menudo seguían a las legiones para instalarse al borde de los campamentos, donde efectuaban operaciones de préstamo. Eran aventureros del comercio, eran gentes sin escrúpulos, y por ello estaban mal considerados por la población, que incluso llegó a darles muerte, como se refleja en las narraciones de los cronistas. Gracias a los ingresos de publicanos y negociantes, llegaban a Roma ingentes sumas de dinero que, a su vez, eran gestionadas por grandes familias de banqueros. La actividad bancaria en Roma alcanzó niveles elevados: existía incluso una especie de sindicato de banqueros que cuidaba de los intereses corporativos. Pero todo concluyó con las invasiones bárbaras. Los siglos inmediatamente posteriores a la caída del Imperio romano estuvieron caracterizados por un gran estancamiento en casi todas las actividades económicas. En Occidente el trueque, por otra parte nunca abandonado, volvió a ser la principal forma de intercambio. A causa de una relación de cambio más favorable, hubo una gran afluencia de oro hacia Oriente: mientras en Bizancio el oro valía 12 veces más que la plata, los árabes cambiaban 14 partes de la segunda por una del primero. Contribuyó a favorecer esta situación un decreto del emperador de Oriente, que estableció la relación entre plata y oro en 1 a 18. Así pues, resultaba cada vez más favorable ceder oro a cambio de plata según las diversas valoraciones. Ello provocaba una creciente penuria de medios de pago y un fomento del monometalismo a favor de la plata, o sea, al uso de un solo tipo de metal como medio de intercambio.

La reforma de Carlomagno

A fines del siglo IX, Carlomagno llevó a cabo la gran reforma del sistema monetario , que permaneció en vigor prácticamente hasta la Revolución francesa, y en Gran Bretaña, hasta 1971. Estableció una nueva unidad monetaria, la libra -que deriva su nombre de la unidad de peso homónima-, dividida en 20 sueldos y 240 dineros. Volviendo a la moneda inglesa, recordemos que hasta 1971 la libra esterlina se dividía en 20 chelines (sueldos) y 240 peniques (dineros). En realidad, en época carolingia la libra no existía en absoluto: era una unidad de cuenta, con la que se calculaban los valores de bienes y servicios, pero la única moneda que circulaba de manera efectiva fue durante mucho tiempo el dinero. La actividad bancaria no había llegado a desaparecer; la habían asumido, por así decirlo, cecas y cambistas.

Los banqueros judios

Hacia el año 1000, se manifestó un aumento sensible del uso de la moneda por los comerciantes, sobre todo judíos. Este tipo de comercio explica en parte la irracional aversión que aún hoy algunos siguen experimentando hacia los judíos. Tras la diáspora, éstos se vieron obligados a establecerse en los lugares más diversos, y por doquier eran considerados responsables de la muerte de Jesús. A causa de éstos y otros prejuicios no podían desempeñar cargos públicos ni poseer bienes inmobiliarios, situación que en casi todas partes les empujó a la marginación más absoluta. Por ello los judíos se vieron obligados a dedicarse a los oficios más variados, incluidos los considerados más innobles, como el préstamo con interés, denostado por la mayoría, pues se consideraba usura aunque la tasa percibida fuera modesta. Con todo, esta actividad resultaba indispensable para la economía y para superar momentos de necesidad. Además, el préstamo con interés estaba prohibido por la Iglesia; en cambio, los judíos se hallaban excluidos de esta limitación.

Cambistas y comerciantes banqueros

Los judíos no eran, obviamente, los únicos qu prestaban dinero, y por lo mismo tampoco eran los únicos en poseerlo en considerables canti dades. En efecto, numerosos cristianos y algu nos grandes monasterios financiaban a los pe queños terratenientes mediante diversas forma de préstamo que, en apariencia, no comporta ban interés. Pero estos contratos se prestaba fácilmente a abusos, por lo que, con el tiempo, la Iglesia prethó prohibidos. El Antiguo Testament y Aristóteles habían condenado la ganancia fruto de préstamos, y sus enseñanzas, adoptada por el mundo eclesiástico, tenían rango de ley. Por estos motivos, el mero hecho de manejar dinero levantaba importantes y graves sospechas. Sin embargo, la Iglesia recibía ofrendas en dinero y, a menudo, en monedas diversas. En cualquier caso, el mundo progresaba, el comercio se recuperaba con lentitud, y la única ganancia procedente del dinero considerada lícita fue la especulación con el cambio de moneda. El cambista acudía a las ferias, llevaba las monedas y afrontaba riesgos por los que, en el fondo, era justo compensarle. Gracias sobre todo a las cruzadas, el comercio experimentó un desarrollo de amplio alcance a lo largo de ejes internacionales que iban desde Inglaterra al Mediterráneo, y de España a Rusia y Armenia. Quienes comerciaban con artículos de lujo, como especias, telas, brocados, etc., además de los servicios de los cambistas necesitaban los de diversos agentes que pudieran representar sus negocios y efectuar pagos a distancia. El centro del comercio internacional de aquella época, tanto desde el punto de vista de la producción como del intercambio, era Italia, y precisamente allí y entre los mercaderes italianos la actividad bancaria tomó un impulso definitivo. En este período pueden distinguirse tres tipos diferenciados de agentes bancarios: los prestamistas sobre prenda, los cambistas y los comerciantes banqueros. Los primeros continuaban la milenaria tradición del préstamo usurario, condenada por la mayoría pero en el fondo tolerada porque resultaba Indispensable. La nueva y revolucionaria situación monetaria sentó las bases para la definitiva difusión del segundo tipo de agente: el cambista.

El retorno de las monedas de oro

Con la internacionalización de los intercambios, cada vez más consistentes y diversificados, ya no podía hacerse frente con dinero a los pagos elevados; se precisaban monedas de valor más alto y aceptadas por todos. Gracias al auge de la producción en las ciudades marítimas, se difundieron las tres monedas de oro internacionales por excelencia: el genovino, el florín y el ducado, que luego se llamaría cequí. Estas tres monedas, nacidas respectivamente en Génova, Florencia y Venecia, en la práctica eran de oro puro, y se aceptaban sin reservas en todos los mercados del mundo entonces conocido. Pero por este mismo motivo eran falsificadas e imitadas; de ahí que para aceptarlas como pago y para cambiarlas por otras monedas hiciera falta un experto, concretamente el cambista, que supiese reconocerlas por su validez y por el peso.

De cambistas a banqueros

Los cambistas tomaron el nombre de banqueros porque trabajaban detrás de unos bancos o mesas. Con el tiempo, además del simple cambio de monedas, empezaron a aceptar grandes depósitos y a efectuar préstamos. De la actividad cambiaría nació el tercer tipo de agente bancario: el comerciante banquero, que formaba la élite de la profesión. Estas nuevas figuras estaban al servicio (a menudo como acreedores) de papas, monarcas, príncipes y grandes comerciantes. Iniciaron su actividad participando en las importantes ferias de Champagne, en Francia, donde representaban los intereses de los grandes mercaderes italianos, y también en las de Castilla. Las ferias de Champagne estaban reguladas por un calendario periódico: se celebraban seis veces al año, y cada una duraba seis semanas. Dos semanas se reservaban a la compraventa de las diversas mercancías, y las otras cuatro se dedicaban a los arreglos financieros de la feria en curso o de las anteriores. Los grandes comerciantes o los propios clientes utilizaban los servicios de los comerciantes banqueros, a fin de no tener que acudir personalmente. Estos últimos pagaban y compraban por cuenta de los otros, utilizando a menudo letras de cambio. ¿Qué era una letra de cambio? Un instrumento de pago a distancia, muy cómodo, que con el tiempo se hizo cada vez más necesario, dando origen a la letra actual y al cheque. Su funcionamiento era bastante sencillo: supongamos que un comerciante florentino quería adquirir a un colega holandés una partida de telas, pagando la mercancía durante una de aquellas ferias. El florentino encargaba a un agente (comerciante banquero), que se dirigiera a un banco del lugar para que se le entregara al otro comerciante la suma adeudada. El documento con el que se efectuaba materialmente el pago no era sino una letra de cambio que, en caso de no pagarse, era protestada. Las consecuencias del pago fallido no afectaban sólo a los directos interesados, sino a categorías enteras de comerciantes.

Los riesgos del oficio

Los severísimos reglamentos de las ferias preveían que si un comerciante de una nacionalidad no cumplía con sus obligaciones, se prohibiera el acceso a las operaciones a todos los comerciantes de la misma nacionalidad. Además, se podía reclamar la deuda a un compatriota del protestado, aunque fuera totalmente ajeno a los incumplimientos. Los comerciantes y prestamistas italianos se extendieron por toda Europa, donde abrieron diversos bancos privados que financiaban a los clientes más importantes. Para cubrir en lo posible los grandes riesgos que comportaban las operaciones financieras, se organizaron en sociedades. En general, se les llamaba Iombardos, nombre que se vinculó a diversas plazas y calles donde tenían la sede sus actividades: Lombard Street en Londres, Rue des Lombards en París, etc. De sus préstamos, los banqueros obtenían grandes beneficios que se apresuraban a reinvertir, pero también es cierto que en los momentos más difíciles, como en los períodos de escasez o durante las epidemias, el pueblo desahogaba a menudo su descontento en ellos. 0 sea, que se trataba de un oficio de alto riesgo, y no siempre los préstamos se devolvían. Los peores pagadores eran los soberanos, que a menudo recurrían a su autoridad para no satisfacer las deudas o mandaban detener con cualquier pretexto a los banqueros. Pero ¿por qué los monarcas se endeudaron con los bancos? Las razones son numerosas, y la primera de ellas, las guerras, cada vez más costosas por las soldadas de las tropas mercenarias. Otros gastos eran las relaciones diplomáticas con los demás Estados y, por último, el sostenimiento de la corte, que requería dispendios notables. Por otra parte, recurrir a los impuestos significaba aguardar demasiado tiempo para ingresar dinero, y además el incremento de la fiscalidad era mal recibido por los súbditos. Así pues, mejor endeudarse que perder apoyos.




El papel moneda nace en Oriente

Entre los numerosos inventos que debemos al ingenio de los chinos, parece contarse también el papel moneda. Desde la más remota antigüedad, los chinos realizaban los intercambios comerciales sobre la base del trueque. Hasta mediados del segundo milenio a. C., se empleaban como medios de pago los llamados cauríes, pequeñas conchas que han permanecido en uso en algunas partes de Asia y África hasta hace pocas décadas. Con la dinastía Han (206 a. C. -220 d. C.) aparecieron las famosas monedas chinas provistas de un agujero en el centro para ser ensartadas, conocidas como , cash, por lo general de bronce, y que también han permanecido prácticamente sin modificaciones hasta hoy. Mucho más raras eran las monedas de oro y plata, que se usaban para las transacciones comerciales más importantes y presentaban forma de panes o lingotes, Además de las monedas existían otros medios de pago, que sin embargo no pueden considerarse papel moneda, y menos aún billetes de banco. En el cuarto año del reinado del emperador Wu, de la dinastía Han (año 119 a. C.), los aristócratas pagaban un tributo a la corte, constituido por fragmentos de piel de gamo de diversos formatos y colores. Entre los años 200 y 600 d. C., para los pagos elevados se utilizaban a menudo rollos de seda de tamaños estándar. A este período (hacia el año 200 d. C.) se remonta la invención del papel. Los chinos fueron los primeros en hacer uso de aquella delgadísima capa situada entre la corteza y el tronco de la morera, llamada , libro y de la que se extraía un tipo de papel por lo demás no muy resistente. El primer uso monetario de este papel fueron recibos bancarios, que comenzaron a emplearse como medios de pago. Obviamente, no existían bancos propiamente dichos; se trataba de tiendas privadas que aceptaban depósitos de metales preciosos, por los cuales recibían remuneraciones, comprometiéndose a transferir sumas a distancia. También había cooperativas de préstamos y asociaciones de parientes y amigos que financiaban sucesivamente a uno o más miembros o incluso a extraños, con tasas fijadas por el gobierno a fin de evitar las especulaciones. Los monasterios tenían sus propias casas de empeño y debían someterse a las disposiciones gubernamentales, que eran muy severas, hasta el punto de que llegaba a aplicarse la pena capital a los transgresores.

La ‘moneda volante’

Todas estas instituciones, nacidas con la difusión de las monedas, emitían sus recibos, y junto a éstos, a fin de realizar transferencias de sumas a distancia, libraban órdenes de pago. Las provincias debían enviar a la capital las entradas en dinero en concepto de impuestos, y la administración central, a su vez, debía mandar a las provincias el dinero necesario para adquirir té. Con objeto de evitar estas dobles transferencias de fondos, con todos los riesgos que cabe imaginar, se recurrió a las órdenes de pago llamadas fei-chien, literalmente moneda volante de las que hace mención Marco Polo en su Libro de las maravillas. Los comerciantes de té depositaban sus ingresos en las cajas imperiales de la capital, y a cambio obtenían aquellos recibos, que presentaban a las administraciones financieras provinciales, para hacerlos efectivos. Tras el éxito de la experiencia de la moneda volante, alrededor del año 800 d. C. apareció el primer papel moneda para pequeños pagos. En la provincia de Szechwan circulaban monedas de hierro, pero como eran toscas y pesadas, el público prefería depositarlas en las tiendas de crédito y obtener a cambio recibos de papel, mucho más cómodos. Más tarde, bajo la dinastía Song (960-1279), estos recibos fueron legalmente reconocidos. El monopolio de la emisión se confió al principio a dieciséis comerciantes, y a partir del año 1023 lo ejerció directamente el Estado. Cada emisión debía circular durante tres años como máximo. !>

Papel moneda e inflación

El uso de este papel moneda propiamente dicho se difundió con bastante rapidez. Muchos gobiernos locales recurrieron a emisiones autónomas, aumentando o reduciendo su duración según las exigencias. La dinastía mongola de los Yuan (1279-1368) acudió a esta forma de pago para abonar la soldada de sus tropas. El incremento de los gastos estatales y militares hizo crecer desmesuradamente las emisiones, que extendieron la inflación. En 1311, la administración declaró ilegal el comercio de oro y plata, que fueron retirados: en consecuencia, los billetes quedaron como única moneda de curso legal. Hacia mediados del siglo XIV, un mar de papel había invadido no sólo China, sino también los países limítrofes, y significó la ruina de la economía. La sospecha de las gentes y la impaciencia de los comerciantes provocaron la pérdida total de valor de estos trozos de papel, y volvieron a ser de uso común los lingotes de oro o plata para el pago de sumas elevadas, y luego para todas las transacciones. En el siglo XVI, durante la dinastía Ming (1368-1644), se decretó que todo el oro en circulación se depositara en las instituciones de crédito, para proceder a una nueva emisión de papel. Luego, la medida se extendió a las monedas de plata y de cuero. Pero entre la población, que recordaba la inflación pasada, corría la voz de que el papel moneda acarreaba desgracia, y de hecho una enésima inflación fue una de las causas del fin de la dinastía Ming, También la dinastía que la siguió, la Oing (1644-1912), se empeñó en ignorar las lecciones de la historia e intentó una nueva emisión; sin embargo una revuelta popular determinó el rápido fin del experimento. En 1814, el emperador Chan Chiou reprobó públicamente al poeta Chang-Gi-ting, que propugnaba el retorno del papel moneda, y téngase en cuenta que una reprobación pública imperial constituía una severísima advertencia a la que podía seguir incluso la muerte. En 1852 reapareció el papel privado en las provincias, que el Estado toleró pero no respaidó con el reconocimiento oficial. Siguieron las emisiones de la rebelión de Tai ping (Gran paz) (1848-1864), pero hubo que esperar a 1908 para que se efectuaran las primeras emisiones de billetes de banco semejantes a los occidentales.

La prehistoria de la banca

Si debemos la paternidad del papel moneda a los chinos, no es menos cierto que en la antigüedad existían ya instituciones que, por las funciones que desempeñaban, se acercaban a los bancos. Obviamente, no cabe hablar de banco en el sentido moderno de la palabra, entre otras razones porque en las civilizaciones sumeria y babilónica la economía era premonetaria, pues no circulaba (puesto que no existía) ningún tipo de moneda acuñada. La mayor parte de los bienes se valoraba en cebada o trigo, y sólo muy tardíamente comenzaron a circular entre los babilonios lingotes de oro y plata para los pagos elevados, Por estas razones, es difícil fijar una fecha de nacimiento de la banca. Las primeras actividades bancarias, en el sentido moderno del término, consistieron en la aceptación de depósitos y en la concesión de préstamos. Remitiéndonos a los documentos más antiguos, parece que el depósito nació antes que el préstamo. Los sumerios, por ejemplo, con ocasión de guerras o viajes prolongados, depositaban en los templos enormes cantidades de bienes de todas clases. El templo era sin duda el lugar más seguro, tanto por su carácter sagrado y por tanto inviolable, como porque lo defendían hombres armados y murallas muy espesas. En el interior podía haber hasta veinte grandes almacenes para los diversos géneros: trigo, cebada, fruta, lana, etc. Los sacerdotes o los escribas llevaban una auténtica contabilidad de las entradas y salidas, anotando los depósitos (o los préstamos) en tablillas de arcilla. Se entregaban como recibo otras tablillas, copias de las anteriores, y al término de cada semana todas las operaciones relativas a un tipo de género se recogían en otra tablilla. Cada mes se hacía un resumen, y al final del año se procedía a otro resumen general. El templo, gracias a las innumerables ofrendas a los sacerdotes, custodiaba también una ingente masa de mercancías, y es probable que la administración comenzara a conceder préstamos a los más necesitados. El famoso Código de Hammurabi, que contenía las normas fundamentales de la vida social, fijaba el interés de los préstamos, que para la cebada llegaba al 33, 33 % anual. El interés del oro, que valía diez veces más que la plata, variaba del 12 al 20 % anual. Con la dominación persa, las sustituyeron a los templos, sobre todo para las funciones de préstamo. Al frente de estas organizaciones estaban importantes familias de comerciantes que llegaron a prestar cualquier cosa que pudiera constituir fuente de ganancias: botines de guerra, campos, prostitutas, esclavos e incluso agua para regar.

La preparación del papel

El método de fabricación del papel en la antigua China consistía en preparar una suspensión densa de fibras vegetales obtenidas por trituración de corteza de morera y de tallos de ramio (y también de fibras extraídas de las plantas del arroz y del bambú). Se sumergía en dicha suspensión un cedazo rectangular de mallas finísimas (forma) sobre el que se depositaban y mezclaban las fibras. Apilada y prensada a fin de eliminar el agua, y luego extendida al sol para que se secara, cada hoja se pegaba debidamente sobre una superficie, con objeto de evitar que la tinta se corriera al escribir.