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El nacimiento de una nueva profesión: banquero

La actividad bancaria propiamente dicha, basada en el comercio del dinero, nació con la moneda, y eso sucedió en la región griega de Lidia en año 700 a. C. La difusión de la moneda convulsionó la economía, basada todavía en el intercambio de productos alimentarlos y otros bienes. Y no sólo eso ya que la riqueza se calculaba ahora por la posesión de monedas, y constituía un signo de autoridad y autonomía de las pequeñas ciudades Estado griegas (las poleis), que garantizaban su valor acuñando sus símbolos y escudos respectivos. En unos cuatro siglos de historia, en Grecia acuñaron moneda más de 1100 ciudades. Los sistemas monetarios y los propios nombres de las monedas cambiaban con frecuencia, por lo que se hizo indispensable la figura del cambista, el primer banquero propiamente dicho. Los cambios atraían los depósitos, y su uso dio origen a la actividad principal de la banca, que consistía en el préstamo con interés. Cuando los cambistas prestaban dinero, al igual que sucede hoy, exigían garantías (casas, objetos preciosos o esclavos). Pero a menudo confiaban en la honradez y honorabilidad del cliente. Los préstamos con la tasa de interés más elevada eran los llamados de cambio marítimo. Consistían en adelantar cierta suma a los comerciantes que debían efectuar largos y peligrosos viajes por mar: si conseguían regresar a la patria, devolvían el dinero más un alto interés; si, por el contrario, caían víctimas de los piratas o de las tempestades, la banca perdía la suma.

De las tiendas a las sociedades

En Roma, la banca pasó con el tiempo de simple tienda, regentada al principio por cambistas griegos, a una auténtica sociedad por acciones. Ya en el año 330 a. C., los primeros banqueros de Roma, llamados argentarii, tenían establecidas siete tiendas en el Foro. Los argentarii eran secundados en su tarea por los nummularii, expertos cuya tarea consistía en determinar la validez de las monedas objeto de cambio o del metal para acuñar. Con la expansión de las conquistas a toda la Península itálica, en Roma cobró gran importancia la clase de los equites o caballeros, que al no poder desempeñar cargos políticos, reservados a los senadores, se dedicaban al comercio. Al orden de los caballeros pertenecían los publicanos y los negociantes. Los publicanos, muy poderosos, tenían encomendada la recaudación de impuestos, y además especulaban, suministrando notables sumas a elevado interés para llevar a cabo las grandes obras públicas que han llegado a nosotros: calzadas, acueductos, minas y teatros. Se trataba de iniciativas ambiciosas en todos los órdenes, y de ahí que nacieran sociedades cuyos responsables eran los llamados socii in infinitum: si los negocios se malograban, respondían con su patrimonio personal. Las sociedades estaban sostenidas por los accionistas, llamados partícipes, que sólo arriesgaban la suma que habían invertido, esto es, la acción. Las acciones o partes eran, como hoy, de diverso tipo según la entidad: había partes, particulae y partes ma_qnae. A los publicanos les auxiliaban administradores cobradores y correos. Los negociantes se ocupaban del comercio al por menor, participaban en las principales ferias y mercados, y a menudo seguían a las legiones para instalarse al borde de los campamentos, donde efectuaban operaciones de préstamo. Eran aventureros del comercio, eran gentes sin escrúpulos, y por ello estaban mal considerados por la población, que incluso llegó a darles muerte, como se refleja en las narraciones de los cronistas. Gracias a los ingresos de publicanos y negociantes, llegaban a Roma ingentes sumas de dinero que, a su vez, eran gestionadas por grandes familias de banqueros. La actividad bancaria en Roma alcanzó niveles elevados: existía incluso una especie de sindicato de banqueros que cuidaba de los intereses corporativos. Pero todo concluyó con las invasiones bárbaras. Los siglos inmediatamente posteriores a la caída del Imperio romano estuvieron caracterizados por un gran estancamiento en casi todas las actividades económicas. En Occidente el trueque, por otra parte nunca abandonado, volvió a ser la principal forma de intercambio. A causa de una relación de cambio más favorable, hubo una gran afluencia de oro hacia Oriente: mientras en Bizancio el oro valía 12 veces más que la plata, los árabes cambiaban 14 partes de la segunda por una del primero. Contribuyó a favorecer esta situación un decreto del emperador de Oriente, que estableció la relación entre plata y oro en 1 a 18. Así pues, resultaba cada vez más favorable ceder oro a cambio de plata según las diversas valoraciones. Ello provocaba una creciente penuria de medios de pago y un fomento del monometalismo a favor de la plata, o sea, al uso de un solo tipo de metal como medio de intercambio.

La reforma de Carlomagno

A fines del siglo IX, Carlomagno llevó a cabo la gran reforma del sistema monetario , que permaneció en vigor prácticamente hasta la Revolución francesa, y en Gran Bretaña, hasta 1971. Estableció una nueva unidad monetaria, la libra -que deriva su nombre de la unidad de peso homónima-, dividida en 20 sueldos y 240 dineros. Volviendo a la moneda inglesa, recordemos que hasta 1971 la libra esterlina se dividía en 20 chelines (sueldos) y 240 peniques (dineros). En realidad, en época carolingia la libra no existía en absoluto: era una unidad de cuenta, con la que se calculaban los valores de bienes y servicios, pero la única moneda que circulaba de manera efectiva fue durante mucho tiempo el dinero. La actividad bancaria no había llegado a desaparecer; la habían asumido, por así decirlo, cecas y cambistas.

Los banqueros judios

Hacia el año 1000, se manifestó un aumento sensible del uso de la moneda por los comerciantes, sobre todo judíos. Este tipo de comercio explica en parte la irracional aversión que aún hoy algunos siguen experimentando hacia los judíos. Tras la diáspora, éstos se vieron obligados a establecerse en los lugares más diversos, y por doquier eran considerados responsables de la muerte de Jesús. A causa de éstos y otros prejuicios no podían desempeñar cargos públicos ni poseer bienes inmobiliarios, situación que en casi todas partes les empujó a la marginación más absoluta. Por ello los judíos se vieron obligados a dedicarse a los oficios más variados, incluidos los considerados más innobles, como el préstamo con interés, denostado por la mayoría, pues se consideraba usura aunque la tasa percibida fuera modesta. Con todo, esta actividad resultaba indispensable para la economía y para superar momentos de necesidad. Además, el préstamo con interés estaba prohibido por la Iglesia; en cambio, los judíos se hallaban excluidos de esta limitación.

Cambistas y comerciantes banqueros

Los judíos no eran, obviamente, los únicos qu prestaban dinero, y por lo mismo tampoco eran los únicos en poseerlo en considerables canti dades. En efecto, numerosos cristianos y algu nos grandes monasterios financiaban a los pe queños terratenientes mediante diversas forma de préstamo que, en apariencia, no comporta ban interés. Pero estos contratos se prestaba fácilmente a abusos, por lo que, con el tiempo, la Iglesia prethó prohibidos. El Antiguo Testament y Aristóteles habían condenado la ganancia fruto de préstamos, y sus enseñanzas, adoptada por el mundo eclesiástico, tenían rango de ley. Por estos motivos, el mero hecho de manejar dinero levantaba importantes y graves sospechas. Sin embargo, la Iglesia recibía ofrendas en dinero y, a menudo, en monedas diversas. En cualquier caso, el mundo progresaba, el comercio se recuperaba con lentitud, y la única ganancia procedente del dinero considerada lícita fue la especulación con el cambio de moneda. El cambista acudía a las ferias, llevaba las monedas y afrontaba riesgos por los que, en el fondo, era justo compensarle. Gracias sobre todo a las cruzadas, el comercio experimentó un desarrollo de amplio alcance a lo largo de ejes internacionales que iban desde Inglaterra al Mediterráneo, y de España a Rusia y Armenia. Quienes comerciaban con artículos de lujo, como especias, telas, brocados, etc., además de los servicios de los cambistas necesitaban los de diversos agentes que pudieran representar sus negocios y efectuar pagos a distancia. El centro del comercio internacional de aquella época, tanto desde el punto de vista de la producción como del intercambio, era Italia, y precisamente allí y entre los mercaderes italianos la actividad bancaria tomó un impulso definitivo. En este período pueden distinguirse tres tipos diferenciados de agentes bancarios: los prestamistas sobre prenda, los cambistas y los comerciantes banqueros. Los primeros continuaban la milenaria tradición del préstamo usurario, condenada por la mayoría pero en el fondo tolerada porque resultaba Indispensable. La nueva y revolucionaria situación monetaria sentó las bases para la definitiva difusión del segundo tipo de agente: el cambista.

El retorno de las monedas de oro

Con la internacionalización de los intercambios, cada vez más consistentes y diversificados, ya no podía hacerse frente con dinero a los pagos elevados; se precisaban monedas de valor más alto y aceptadas por todos. Gracias al auge de la producción en las ciudades marítimas, se difundieron las tres monedas de oro internacionales por excelencia: el genovino, el florín y el ducado, que luego se llamaría cequí. Estas tres monedas, nacidas respectivamente en Génova, Florencia y Venecia, en la práctica eran de oro puro, y se aceptaban sin reservas en todos los mercados del mundo entonces conocido. Pero por este mismo motivo eran falsificadas e imitadas; de ahí que para aceptarlas como pago y para cambiarlas por otras monedas hiciera falta un experto, concretamente el cambista, que supiese reconocerlas por su validez y por el peso.

De cambistas a banqueros

Los cambistas tomaron el nombre de banqueros porque trabajaban detrás de unos bancos o mesas. Con el tiempo, además del simple cambio de monedas, empezaron a aceptar grandes depósitos y a efectuar préstamos. De la actividad cambiaría nació el tercer tipo de agente bancario: el comerciante banquero, que formaba la élite de la profesión. Estas nuevas figuras estaban al servicio (a menudo como acreedores) de papas, monarcas, príncipes y grandes comerciantes. Iniciaron su actividad participando en las importantes ferias de Champagne, en Francia, donde representaban los intereses de los grandes mercaderes italianos, y también en las de Castilla. Las ferias de Champagne estaban reguladas por un calendario periódico: se celebraban seis veces al año, y cada una duraba seis semanas. Dos semanas se reservaban a la compraventa de las diversas mercancías, y las otras cuatro se dedicaban a los arreglos financieros de la feria en curso o de las anteriores. Los grandes comerciantes o los propios clientes utilizaban los servicios de los comerciantes banqueros, a fin de no tener que acudir personalmente. Estos últimos pagaban y compraban por cuenta de los otros, utilizando a menudo letras de cambio. ¿Qué era una letra de cambio? Un instrumento de pago a distancia, muy cómodo, que con el tiempo se hizo cada vez más necesario, dando origen a la letra actual y al cheque. Su funcionamiento era bastante sencillo: supongamos que un comerciante florentino quería adquirir a un colega holandés una partida de telas, pagando la mercancía durante una de aquellas ferias. El florentino encargaba a un agente (comerciante banquero), que se dirigiera a un banco del lugar para que se le entregara al otro comerciante la suma adeudada. El documento con el que se efectuaba materialmente el pago no era sino una letra de cambio que, en caso de no pagarse, era protestada. Las consecuencias del pago fallido no afectaban sólo a los directos interesados, sino a categorías enteras de comerciantes.

Los riesgos del oficio

Los severísimos reglamentos de las ferias preveían que si un comerciante de una nacionalidad no cumplía con sus obligaciones, se prohibiera el acceso a las operaciones a todos los comerciantes de la misma nacionalidad. Además, se podía reclamar la deuda a un compatriota del protestado, aunque fuera totalmente ajeno a los incumplimientos. Los comerciantes y prestamistas italianos se extendieron por toda Europa, donde abrieron diversos bancos privados que financiaban a los clientes más importantes. Para cubrir en lo posible los grandes riesgos que comportaban las operaciones financieras, se organizaron en sociedades. En general, se les llamaba Iombardos, nombre que se vinculó a diversas plazas y calles donde tenían la sede sus actividades: Lombard Street en Londres, Rue des Lombards en París, etc. De sus préstamos, los banqueros obtenían grandes beneficios que se apresuraban a reinvertir, pero también es cierto que en los momentos más difíciles, como en los períodos de escasez o durante las epidemias, el pueblo desahogaba a menudo su descontento en ellos. 0 sea, que se trataba de un oficio de alto riesgo, y no siempre los préstamos se devolvían. Los peores pagadores eran los soberanos, que a menudo recurrían a su autoridad para no satisfacer las deudas o mandaban detener con cualquier pretexto a los banqueros. Pero ¿por qué los monarcas se endeudaron con los bancos? Las razones son numerosas, y la primera de ellas, las guerras, cada vez más costosas por las soldadas de las tropas mercenarias. Otros gastos eran las relaciones diplomáticas con los demás Estados y, por último, el sostenimiento de la corte, que requería dispendios notables. Por otra parte, recurrir a los impuestos significaba aguardar demasiado tiempo para ingresar dinero, y además el incremento de la fiscalidad era mal recibido por los súbditos. Así pues, mejor endeudarse que perder apoyos.